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Jorge Guitián Castromil vive en Santiago de Compostela aunque le gusta decir que es vigués de nacimiento. Empezó un blog gastronómico cuando nadie sabía qué era un blog, y lleva desde antes encadenando palabras. Toca la guitarra siendo zurdo, clava los arroces, no le gustan el fútbol ni los coches. Por eso (y más) desde hace más de 12 años comparte conmigo comidas, lecturas y carretera.
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Mi madre, Giovanna, es más compostelana que las piedras del Obradoiro. Pero nació en Roma. Mi abuelo era pianista y en los años 50 vivió entre París y Roma, así que mi madre nació por azar en las mercedarias de Via Urbisaglia y se bautizó en la basílica de San Pedro, en el Vaticano, en la pila en la que se podían bautizar, no sé si sigue siendo así, los españoles nacidos en Roma. Lo cual la convierte, supongo, en españolísima y romanísima al mismo tiempo.
Giovanna, que comenzó a caminar en los foros imperiales y que se dio los primeros baños en Ostia, donde aparecería años después el cadáver de Pasolini, aprendió a decir “Mamma mía, che gelato”, a cantar “cucú, cucú, aprile non c’é piú” y volvió a España, donde acabó olvidando lo que sabía de italiano, tuvo que cambiar su nombre oficial a Juana y renunciar, al llegar a la mayoría de edad, a la nacionalidad italiana. Cosas del franquismo.
Fast Forward a 1992. Mi primer viaje al extranjero —no considero Portugal un “el extranjero” en sentido estricto— fue la excursión de final de bachillerato. Muchas horas de autobús, más de un exceso, que para eso son estos viajes, y por supuesto, los clásicos: Roma, Florencia, Siena, Venecia. Y una lasagna de setas en algún lugar de Padova que seguramente no sería gran cosa, pero que aún recuerdo hoy.
Fast Forward de nuevo. Hasta el año 2000, creo. Nos montamos en el coche e hicimos 2.200 kilómetros en apenas 36 horas. Mi pareja estudiaba italiano y su profesora en Santiago le había ofrecido gratuitamente un apartamento en la parte de arriba de su casa natal para aquel mes de agosto. Teníamos 24 años, un coche prestado y muchas ganas de hacer millas. Así que, tras una noche en un hotel de Toulouse, del que apenas recuerdo una carbonara bastante olvidable —es Toulouse, a ver. No sé si los 24 años y la falta de experiencia son atenuante suficiente para la torpeza de pedir aquello en un hotel barato del sur de Francia. Había jamón cocido, cebolla, ajo, perejil, pimienta blanca y una yema cruda coronando el conjunto— hicimos otros mil y pico kilómetros. Montpellier, Cannes, Ventimiglia, San Remo -Ay, San Remo, cuántos disgustos me has dado- Genova, Brescia, Verona…
Llegamos a Onigo ya atardeciendo. Al Borgo Fagare, a las afueras, más o menos a mitad de camino entre Treviso y los Dolomitas. Nadia, que pasaba el verano en el primer piso y nos dejaba el segundo, había preparado una pasta a la amatriciana. Nunca la había probado y no sé si por los kilómetros acumulados, por el cansancio, por la sucesión de bocadillos en áreas de servicio o por el recuerdo de aquella triste pasta francesa, me enamoré del plato en el acto.
Tomate que sabía a tomate, queso que sabía a queso (y no a bolsa de queso rallado, que es un sabor característico). No había orégano. El plato era fresco e intenso al mismo tiempo. Durante más de una década después de ese día preparé este plato, con resultados desiguales, ya puestos a contarlo todo, al menos una vez a la semana.
Al día siguiente nos metimos en carretera. Había mucho que ver y apenas 28 días. Empezamos por Conegliano y Vittorio Veneto. El día después de ese fuimos a Treviso, donde Nadia me explicó el qué es una gastronomía, una tienda de productos gastronómicos de calidad, y después Castelfranco Veneto. Antes de acabar la primera semana conocía Bassano del Grappa, esa preciosidad que es Asolo, Marostica, Aquileia, Feltre o el Tempietto Canoviano, a un paso de casa, y me había comprado una cafetera. Si restamos el trayecto de ida y el de vuelta, en esos 28 días hicimos unos 6.000 kilómetros por el país y un poco más allá. Todo lo que está entre Trieste, Innsbruck, Mantova y Florencia entraba en nuestro radio de acción. Y nos empeñamos en agotarlo.
Viajaba con un ejemplar del tratado de arquitectura de Andrea Palladio, así que me moví de Vicenza a la Villa Foscari de Marghera, de Maser a Noventa Vicentina. Y, por el camino, descubrí el mercado de pescado de Chioggia, los cucuruchos de calamari da passegio en la playa de Caorle y una heladería, en Cornuda, que vendía lo que ellos definían como “helados coreográficos”, que no eran otra cosa que copas bastante pretenciosas que, por supuesto, en aquel momento me parecieron el no va más de la originalidad.
Recuerdo el baño desde la escollera a pie del Castello de Miramare, a un paso de Trieste como uno de los mejores de mi vida; la parada en Duino, por las elegías de Rilke. Recuerdo descubrir qué es un tramezzino en Alleghe. Y volver un par de veces para repetir. Las Tre Cime de Lavaredo, comiendo un trozo de queso de Dobbiaco a mordiscos, sentados en un prado al borde del lago: la Marmolada. Recuerdo probar por primera vez el speck, que sigue siendo uno de mis sabores fetiche, en Ortisei y un desayuno en un hotel del Val di Fleres, con una cascada cayendo por la ladera ya austríaca que tenía frente a la ventana. La Birra Forst y los yogures de Lattebusche, pasta rellena en Ferrara y volver a casa para pedirle a Nadia si podía volver a cocinar el mismo plato del primer día otra vez.
Fast Forward hasta 2005, aproximadamente. Volvimos para conocer un poco más Toscana. Recuerdo descubrir en ese viaje la finocchiona en Fiesole, las bruschette de higaditos de pollo en Colle di Val d’Elsa, asomarme al lago Trasimeno para volver y desayunar al día siguiente un bocadillo de lampredotto en el mercado de Florencia; un helado frente a la catedral de San Miniato —el pueblo, no la basílica florentina— sentado en el murete, asomado al valle, con Pisa al fondo. Pasé calor en Arezzo, Cortona, San Gimignano, Volterra, Pistoia. Tomé mi primera focaccia, en Lucca, en alguna panadería cerca de aquella torre con un árbol que crece en su azotea.
Fast Forward a 2010. Conozco a Anna y todo se pone, más o menos, patas arriba. Y ahí, patas arriba, seguimos. Hoy no hablo de esa parte de la historia, pero desde entonces he vuelto a Italia unas cuantas veces con ella. A Pordenone, que está a un paso de aquella casa a las afueras de Onigo; a Spilimbergo, Venecia, Bérgamo…
En Roma recuerdo la pizza de patata al corte en el Mercato Trionfale, la visita a Stefano Bonilli y la comida juntos en Roscioli; la pajata en Flavio al Velavevodetto, la pizza en La Gatta Mangiona, el café en el Sant’Eustachio. En Milán, la cotoletta en La Bettola di Piero, en Turín los agnolotti del plin del Pastificcio De Filippis.
En Sicilia, más que de pueblos, me acuerdo de lo que probé en ellos ¿Noto? Noto es un espectáculo, pero es sobre todo el Caffé Sicilia ¿Siracusa? Las pizzas de Piano B. El Ristorante Majore, en Chiaramonte Gulfi, al que se entra por la cocina; los dulces tradicionales del Caffé Bella de Caltanissetta, el Panificio Belluardo que Fede nos recomendó visitar en Ispica; la comida, estupenda, en el Andrea de Palazzolo Acreide, la cremolata de pistacho en el Adamo de Modica, las parrillas callejeras de la Via Plebiscito de Catania.
Y aquí estoy, sin haberlo elegido, pero sin ninguna queja al respecto. En la habitación de mi hija está Urco, el mono de goma que mi abuelo le compró a mi madre en alguna juguetería romana el día que nació y que por entonces fue una novedad tecnológica asombrosa. Aquí sigo, con miedo cada vez que me animo a preparar pasta en casa porque, ya se sabe, cualquier paso en falso puede ser motivo de divorcio. Viendo, a veces a regañadientes, capítulos del Comisario Montalbano. Sufriendo en silencio San Remo como una prueba de amor que repito año tras año.
Y planificando viajes futuros. Prepárate Bolonia, que seguramente serás la siguiente. O no, quizás antes Bari. O Palermo, que no hemos estado en Palermo. O Nápoles, Lipari, Basilicata, la isla de Elba, Parma, Cremona. No sé. Tampoco me importa mucho. Me ha ido bien con Italia hasta aquí, dejándome llevar, así que no tengo intención de cambiar de actitud ahora. Iremos viendo. Porque si algo tengo claro es que será Italia la que siga eligiendo por mí.
Muy buen texto! Me hace gracia ver cómo los turistas hacemos fotos tan similares cuándo viajamos a un sitio, tengo 3 casi calcadas xD
Mi primer viaje a Italia también fue con 17 años y horas y horas de bus. Recuerdo ver los bloques gigantes de mármol de Carrara junto a la autopista y pensar que de ahí iban a salir esculturas como las que estudiaba ese año en historia del arte de Cou. Supongo que agora serán baldosas o encimeras, pero en aquel momento me gustó verlo así.