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Rosa Molinero Trias vive en Barcelona y escribe lo que me habría gustado escribir a mí a su edad. Le gustan, entre muchas otras cosas, la bergamota, los perfumes, el diseño gráfico, las botellas de formas improbables, los gatos e Italia: ¿cómo no iba a pedirle que escribiera aquí?
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¿Alguna vez, por suerte has respirado
con morosa embriaguez, con avidez golosa
el incienso que invade la nave silenciosa,
o el pomo que de ámbar un tiempo fue colmado?
“El perfume”, Las flores del mal, Charles Baudelaire (1857)
En mayo estuve en Roma por primera vez y quedé sorprendida por sus aromas que, a más 30ºC y con algo de viento, me iban asaltando sin piedad pero por suerte, ya que así podía percibirlos con gran nitidez. En estas líneas que vienen, lejos de querer embotellar el perfume de esta ciudad –mezclados no olerían demasiado bien–, quiero contaros qué cuatro aromas percibí recorriendo sus calles: el de salsa de tomate, el de iglesia, el de mantequilla y el de jazmín falso.
Pero, antes, alguna consideración sobre el acto de oler. Creo que concentrarse en comprender un olor es enfrentarse contra esta forma nuestra de vivir rápidamente. Lo diré de otra manera, porque detesto la épica: inhalar a conciencia e interpretar un aroma requiere detenerse y concentrarse. Por si fuera poco, eso que tratamos de aprehender es invisible pero –a diferencia de entidades imaginarias– existe.
Olemos inevitablemente y continuamente porque no podemos despegarnos de nuestra nariz –en realidad, de los receptores que detectan las moléculas aromáticas, justo debajo de los ojos, en el epitelio olfativo, que mide unos 3 cm x 3 cm–, pero oler con atención es una actividad a la que ya casi ninguno estamos acostumbrados, completamente alejada del hacer scroll en una pantalla.
Si Walter Benjamin decía ya en 1936 que la distracción era nuestra respuesta al mundo moderno, creo que el esfuerzo atento en lo olfativo es un ejercicio que nos aporta otra percepción del tiempo, de nuestra memoria y, en definitiva, otra visión del mundo. Al fin y al cabo, algo entra dentro de nuestro cuerpo para cambiarlo, sea para desencadenar una emoción o para hacer aflorar un recuerdo. Lo dijo Proust, que con tanta precisión describió lo sensual y emocional: “la gran parte de nuestra memoria existe fuera de nosotros, en un chaparrón, en el olor de una habitación sin ventilar o en el primer chisporroteo de unas ramitas en una chimenea fría”.
Salsa de tomate
Roma huele a tomate cocinándose. A veces el olor sale de la ventana de un piso. Otras, a pie de calle, por las salidas de humo de los restaurantes. No es el olor de ajo, tomate, cebolla y pimiento que embriaga al mediodía bloques de pisos por entero en cualquier rincón de España. En Roma, siendo el tomate un pilar fundamental de su cocina, se huele levemente entre caramelizado y confitado.
Puede que sean unos tomates troceados que formarán parte de un sugo all'amatriciana. Puede que sea una passata que se cocinará levemente sobre la masa de pizza. O, quién sabe, ese combo milagroso que forma junto al ajo y la albahaca, ingredientes que según Niki Segnit “tiran de los sabores del tomate en direcciones opuestas, estirándolos al máximo (...) el ajo –dice– recoge el fuerte sabor a dimetil-sulfuro del tomate en lata, llevándolo más allá en una dirección umami vegetal. En el otro, la albahaca repone los sabores verdes y ligeramente herbosos que el tomate pierde en el proceso de enlatado, aligerando y refrescando la salsa”. Sea como sea, el pomodoro en sus múltiples formas y colores, sometido a la acción del calor, pone una nota dulce y a la vez vegetal en el ambiente de Roma, en concreto y como no podía ser de otra manera, a la hora de comer y a la de cenar.
Iglesia
Mi visita a Roma fue motivada por una invitación: mi amiga Cristina Morales presentaba la traducción al italiano de su libro Últimas tardes con Teresa de Ávila, nada más ni nada menos que en la Iglesia de Santa Maria della Vittoria, que alberga en la capilla Cornaro, sobre la tumba del susodicho cardenal, la que sea tal vez la imagen más conocida de la santa carmelita: la escultura de Bernini, Éxtasis de Santa Teresa. Citada a las 17 h de la tarde, llegué con bastante antelación y pasé por la pastelería siciliana Dagnino, en la galería Esedra, donde también tienen platos cocinados a por un poco de caponata para el aperitivo posterior que tendría lugar en la sacristía. Antes, en el breve recorrido entre la parada del Ministerio de las Finanzas, donde dejé atrás mi bus, y la iglesia, atravesando con calma el aire caliente de la tarde, algo se me metió por la nariz. Casi que lo imaginé como pasa en los dibujos animados: una corriente vaporosa y fría, que parecía tener vida propia, me entró por una fosa y luego por la otra, me quitó el cansancio de repente y me presagió la estupenda velada que tendría que acontecer.
Esta escena se repitió muchas otras veces, aunque con menos sorpresa, durante mi estancia en la ciudad. Maldigo no haber entrado en alguna de las múltiples tiendas de objetos religiosos que hay en Roma y haberme hecho con un poco de piedras de incienso a modo de souvenir. Aquello no se me ocurrió, pero lo que sí que tuve claro en aquel momento es algo que hoy, para escribir esto, he confirmado: las iglesias católicas huelen de forma distinta que las iglesias ortodoxas. La razón es sencilla: en la iglesia ortodoxa, el incienso es una parte de la ofrenda al mismo nivel que el pan y el vino, y se emplea en mayor medida que en la iglesia católica, donde solo hace su acto de presencia los domingos por la noche, en misas solemnes y en entierros. Tal y como cuenta Élisabeth De Feydeau en Dictionnaire amoureux du parfum (Plon, 2021), en la iglesia católica “se dejó de usar tanto porque se creía que embotaba la cabeza, adormecía a los fieles y los drogaba ligeramente”. Probablemente, por estas cualidades sigue usándose en misas donde la carga emocional es alta.
Algo más sobre el olor a Iglesia. Quizás todos lo relacionamos con el olor a incienso pero, ¿qué es el incienso? Con este término que remite al participio latín de ‘incendere’, es decir, ‘encender’, se engloban distintas elaboraciones que se queman con propósitos rituales, sean o no religiosos, desde la oración en un templo taoísta hasta la sesión de fisioterapia relajante en un spa. Las distintas culturas que intentan conectar la tierra con el cielo y sus divinidades a través del humo ascendente y sus olores que nos penetran usan distintas materias primas para su incienso. Sin embargo, el incienso en sí es solamente un arbusto: la Boswellia sacra, autóctono de Omán, del desierto de Arabia y de las mesetas somalíes. Su aceite esencial puede extraerse por destilación de la resina con vapor de agua, pero el ingrediente al que llamamos incienso es un producto obtenido como una savia: se practican incisiones en el tronco del arbusto y de ellas emana una leche blancuzca que se solidifica en forma de piedra al contacto con el aire. A esto se le llamará olíbano o francoincienso, que combinado en proporciones variables con otras resinas como la mirra (Commiphora myrrha), el storax (Liquidambar orientalis), el benjuí (Styrax benzoin) o el mastic (Pistacia lentiscus, de la misma familia que el árbol de los pistachos) formará parte del incienso de iglesia –y por extensión, del perfume público de pueblos y ciudades.
Mantequilla
Iba yo muy contenta paseando por el Lungotevere, es decir, a orillas del río Tíber, en busca de un maritozzo para desayunar, cuando me topé con la imagen de personas habitando bajo un puente, en tiendas de campaña, probablemente no desayunando. Roma no es una ciudad de contrastes sociales o, tal vez, no fui capaz de verlo tanto como en París o en San Francisco, donde la pobreza refermentada por el abandono emana también sus moléculas aromáticas por las calles y va dejando rastros pútridos, a veces tras un carro lleno de chatarra, empujado por suelas destrozadas y manos rojas y sucias. En Roma no es tan así, pero aquello me hizo pensar que ese aroma a mantequilla que sobrevuela la ciudad hasta mediodía no anunciaba un bocado para todos los públicos.
No sé si debería haber descendido las escaleras que separaban la altura del puente donde me encontraba hasta donde se encontraban aquellas personas, a escasos metros del agua. De haberlo hecho, no podría haberme presentado con las manos vacías. Por lo menos tendría que haber llevado un maritozzo con la panna para cada uno. Y un café. Entusiasmada por la idea de probar por primera vez ese bollo relleno de nata, hice lo que estoy –estamos– acostumbrados a hacer: pasar de largo, dejarme llevar por la imagen del Tíber fluyendo, fluir yo misma por Roma e ignorar la miseria de los demás, arrastrarla hasta los márgenes de mi campo de visión hasta que caigan por un agujero donde ya no los veré más. En realidad, eso es imposible o, por lo menos, para mí lo es. No se irán.
Pero no hice nada. Me pasé mi moral por el forro. Como dice la canción L’Uomo sogna di volare: “Come diventa facile/ Voltarsi e non guardare e/ Come diventa facile/ Pensare non è colpa mia”. Me fui a por mi maritozzo al Bar Farnese. Y un cafè doppio y un agua. Me gustó mucho ese bollo ligeramente mantequilloso y aireado, espolvoreado justamente con algo que suelo odiar, el azúcar glass, cargado de una nata ni muy dulce ni sosa. Me pareció una gran idea de desayuno y me pareció normal y hasta ideal que el aire romano matutino se cargue de aromas mantequillosos de estos y otros dulces, tan perfectos para tomar con un café. Además, cosas del poder evocador del aroma y los sabores, todo aquello me recordó a otra época de mi vida –cuando, casualmente, tenía exactamente la mitad de años que ahora– cuando leía sobre bollos parecidos, como el semla, en el blog del panadero Ibán Yarza, ¿Te quedas a cenar?.
Falso jazmín
Esta pobre planta que perfuma incontables calles romanas recibe un nombre que podría leerse como peyorativo, pero no lo es. El falso jazmín o falso gelsomino (Trachilospermum jasminoides) se llama así porque, a pesar de su apariencia y olor, no tiene relación taxonómica con el jazmín verdadero (Jasminum). Lo cierto es que guardan algunas semejanzas, pero también muchas diferencias: los pétalos de ese falso jazmín se disponen en un ángulo más cerrado que confiere a la flor un aspecto de hélice, con algunos de sus bordes extrañamente dentados.
En cuanto a su aroma, es ciertamente distinto que el del jazmín común, del que cabe hablar antes. Muchas veces se describe el olor del jazmín como ‘intoxicante’, un adjetivo que también reciben otras flores blancas como la azucena o la flor de azahar. ¿Por qué? Aunque sean aromas agradables, su potencia embriagadora esconde unas notas oscuras, a despojos, causada por la presencia de la molécula indol, entre otras. Por si alguien no las tiene presentes, que recuerde cómo huelen las flores ya marchitas del jazmín recalentándose al sol del verano. En este sentido, comenta Harold McGee en Aromas del mundo (Debate, 2021) “los perfumistas suelen señalar al indol como el responsable de las facetas excitantes, animales y ‘sucias’ de esas flores”. En realidad, vamos como moscas a la mierda o, en este caso, al jazmín, que exhala esta molécula volátil para asegurar que varios insectos la polinicen. Al final, esos aromas pútridos de San Francisco y de París no están tan lejos como creemos del perfume emborrachante y abrumador de una mañana cálida del mayo romano.
El día que fui caminando del Villagio Olimpico hasta el centro, cruzando la Villa Borghese, el perfume del falso jazmín brotando de las casas romanas me hizo pensar en sus interiores, en su domesticidad. A veces, el árbol todavía no se derrama sobre la calle y no lo ves, pero lo hueles. Forma parte de la arquitectura doméstica y existe una relación de contigüidad entre edificio y planta, tal y como señala el arquitecto Ricardo Devesa en Outdoor Domesticity (Actar, 2021). Es curioso como se pone de manifiesto olfativamente una parte de lo privado en la esfera pública: creciendo en el interior del jardín o el patio de la casa, sobre un muro o un seto que puede o no esconderlo, el aroma del falso jazmín pende en el aire que respira el transeúnte y se desplaza arriba y abajo por la calle, según como sople el viento.
Ganas de ir a Roma, comerme un bollo de esos, prenderme un falso jazmín en el pelo y silbar bajito una canción de amor por esas callejas que huelen a tomate de verdad
Verdadera maravilla. Leerte es siempre una gozada pero creo que en este texto te has superado. Lo he disfrutado muchísimo y en un momento difícil eso supone mucho. Gracias, Rosa, y gracias, Anna.